Queridos amigos y lectores de mi Blog:
Siguiendo mi antigua tónica, transcurrido algún tiempo de haber sido publicados alguno de mis artículos en prensa de papel, os dejo el texto integro de este que titulé "El Reto", porque así lo fue. Espero que os guste.
A la vez quiero recordaros que tenéis a vuestra disposición mi último libro - "Desde el 2 de Los Caserones" - con solo escribirme a lolomialdea@gmail.com y que solo me quedan un puñado del primero: "40 años monteando narrados en primera persona". Os los mandaré por correo certificado y dedicados. También advertiros que he empezado lentamente su distribución en librerías y armerías, aunque de momento solo esté en contados sitios de Madrid, Córdoba, Pozoblanco, Jerez y Guadalajara. Muy pronto iré extendiendo la red.
Sin mas os dejo el citado artículo:
El Reto
Desde hacía
años le tenía echado el ojo.
En mi faceta
de conversador con el libro del campo, le había leído sus querencias llegando
incluso a oírlo levantarse de su encame, siempre sobre una hora antes del
ocaso, siempre allá donde terminaba la raya vieja del Cerro de la Baña, por lo
alto del peñón del Majalón. Donde hace silleta aquel laderón, teníamos hecho un
puesto al perdigón que era muy bueno de tarde, y desde allí, como digo, lo
sentí, que no lo vi, años atrás.
Una tarde de
febrero andaba yo cazando ese puesto y lo oí gruñir, cloquear y comenzar a
moverse con sigilo como bebiendo el aire. No sé, pero algo me inquietaba sin
motivo aparente y alargué el puesto esperando acontecimientos. Esperaba que
tomara para arriba, derecho a la baña que tenía a no más de trescientos pasos
antes de emprender sus correrías nocturnas, quien sabe si en busca de la
bellota tierna y melosa, o de alguna galana hembra con la que tener amoríos.
Pero que va,
el muy cabrón se fue escurriendo a la izquierda, pico al viento, por la vieja
vereda del Puerto del Alcornoque, despacio, como un viejo facineroso conocedor
de su oficio.
Cuando dejé
de oírlo, levanté el puesto tosiendo muy quedo a mi Gadafi, y me marché a la
casa donde me esperaba una copita de montilla y una buena candela. Hacía frío,
mucho frío, y por el camino rumiaba yo lo que tenía que hacer para jugársela a
aquel catedrático que desde entonces consiguió obsesionarme.
A la mañana
siguiente y tras consultarlo con la almohada, se volvió a imponer en mí la
faceta de naturalista, y mientras me tomaba el café y un dedal de anís
Machaquito seco, decidí tratar de acabar por saber a quién tenía por
contendiente, aún no mi “enemigo”, apostándome en el único sitio desde el que
dominaba el teórico viaje de aquel viejo cochino.
Aquella tarde
no colgué. Esperé más tiempo del normal, y andando, piano, piano, armado solo
con mis inseparables gemelos y una buena provisión de tabaco, me encaminé a la
lastra de Puerto de los Machos, que quedaba pechienfrente de lo que creía sería
el careo del bicho dado que el aire soplaba, como casi siempre, de poniente.
No hizo falta
esperar mucho. Al poco sentí en la distancia de aquella tarde mansa, los
primeros charabasqueos de lo que de inmediato supe, no sé porqué, que era mi
marrano. Adiviné la vereda por la que debía aparecer y hacia allí dirigí los
catalejos.
Y apareció, vaya si apareció. Aquello no era
un cochino, era pura mala leche; alto de agujas y escurrido de jamones,
entrecano por la edad y no, no era otro oponente y noble marrano más al que
echarle un pulso. Era un monstruo cosido a cicatrices de juventud en peleas por
lo que fuere que se le pusiera por delante. ¿Y su cabeza? Su cabeza era enorme;
jeticorto; armado con unos colmillos como pitones de un Miura… y un gesto
siniestro desconocido para mí. Nunca un animal había despertado en mí otra cosa
que admiración, pero aquel cochino no era un cochino, era la muerte… era, desde
ese momento, mi enemigo. Había despertado en mí el instinto depredador y
atávico que todos llevamos dentro y que solo aflora en situaciones límite. Casi
diríase que era un reflejo asesino. Sentí miedo de mí mismo pero tomé
decisiones.
Compuse el
tiradero dejando la cazadora sobre la piedra para que perdiera el jusmo con el
relente de la noche y me retiré despacito para que no me barruntara.
Aquella noche
no me tomé una copita de vino. La cambié por un buen lingotazo de whisky de
malta para templar gaitas, cené ligero y me fui a la cama pensando en los pasos
que había que seguir al día siguiente para acabar con el que yo ya había tomado
como un enemigo personal. Nada me había hecho y lo admiraba realmente, pero ya
no era un ser vivo, era un reto, un reto muy íntimo.
Ya por la
tarde, temprano por la impaciencia, y esta vez sí, con mi BRNO .270 win. al
hombro, me aposté tumbado sobre la piedra seca, cargué y encendí un pitillo
para comprobar que el aire no andara revocón y me dispuse a esperar. La
distancia era larga, muy larga, pero la confianza en mí mismo me hizo creer que
aquel bicharraco ya era albondigón.
Se repitió la
secuencia del día anterior y fue una mirla la que me lo avisó. Lo dejé avanzar
hasta casi perderlo de vista lo más cerca posible en el barranco, camino ya del
perdedero, y cuando se terció monté el pelo, apunté casi a la cruz del marrano,
y dejé que el tiro me sorprendiera como debe ser. Cayó seco y yo bajé la
guardia confiado, pero para mí pasmo se incorporó y rompiendo monte como un
tren ladera abajo, lo perdí de vista.
Pasaron unos
segundos en que me quedé tonto y luego busqué excusas donde no la había. Lo
cierto es que tiré largo y de arriba abajo, apuntando alto, a la crin de
cerdas, y… todo quedó en eso: Un rasponazo, un calentón de agujas que lo
derribó momentáneamente, solo momentáneamente.
A la mañana
siguiente bajé al lugar del tiro, y en efecto, solo encontré pelo, pequeños
fragmentos de carne y… el sitio. Entonces tomé lo que en aquel momento creí una
decisión de total trascendencia, cuasi vital: Buscaría ayuda. Mi ego de montero
viejo me decía que no, pero mi magín lo tenía claro y me propuse comentar el
lance y sus antecedentes con los viejos del lugar, los que por años sabían más
que yo.
Hablé con el
Trementón, antiguo guarda de aquellos pagos y ahora jubilado, que me dejó claro
que a aquel demonio había que respetarlo pero no tenerle miedo, porque si
quería acabar con él, tendría que ser cara a cara y con paciencia. En pocas
palabras: Tenía que pisarle su terreno y luego, sin dudarlo, volarle la tapa de
los sesos.
En Córdoba
busqué a Rafa, mi armero, el cual, tras decirle que tendría que tirar a
cascaporro, convino conmigo en que debía cambiar de rifle y usar el 30.06, y me
buscó una caja de balas de 220 grains, sin duda una buena medicina para aquel
aparato.
Comenté el
tema con los compañeros que, por aquí y acullá, fui encontrando - lo más
granado - con los que me veía con harta frecuencia y cada uno fue dando su
opinión de las que bebí lo que consideré oportuno.
Entonces,
solo entonces, supe lo que tenía que hacer:
Echarle más
paciencia que Job para que mi oponente olvidara y volviera a sus querencias;
templar mis nervios porque solo tendría una oportunidad, un solo tiro; elegir
bien el sitio para poder verle hasta el blanco de los ojos. ¡Conocerlo!;
Repetir y repetir mis acechos desde la lejanía – no podía ensuciarle con mis
rastros su campeo – para estar completamente seguro de su viaje; Recordar los
buenos consejos y repetirme hasta la saciedad que solo lo que se apunta se
mata. Precisamente en tiros cercanos tendemos a asomarnos; y por último,
echarle huevos al asunto porque tendría que ponerme en su vereda y en mitad del
monte, y mi pellejo ya tenía recuerdos de malos encuentros con estos bichitos.
Luego… “Vista, suerte y al toro”.
Lo demás no
tiene historia. Hice las cosas como debía, y una buena tarde de no importa qué
mes, nos miramos cara a cara: Él sorprendido de que alguien le estuviera
pisando su terreno. Yo no lo dudé: Le di boleto al cielo de los cochinos
valientes con una mezcla de admiración y placer, por una vez en mi vida, diría
que con inquina.
Desde entonces
he tenido otros encuentros “muy cercanos” y en Trofeo están contados, pero Dios
me libre de encontrarme nunca jamás con adversario tan a su altura.
Lolo Mialdea Lozano
En Córdoba, a 1-9-2017
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