Hola de nuevo, amigos de mi blog:
En estos tiempos tal ajetreados para mí por la vorágine que ha supuesto la publicación de mi tercer libro, quiero abrir otro paréntesis para dedicaros este artículo - o capítulo - que se publicó en FEDERCAZA en mayo pasado. En mi linea de siempre, solo quiero que os divirtáis leyéndolo.
Advertiros que primero, como suelo, os presentaré el tema tal y como se publicó en la revista, y al final, por si no se lee lo suficientemente bien, añadiré el texto tal y como lo escribí.
Recibid mi mejor abrazo e id acumulando suerte con los corzos y atesorando apuntaderas ante la ya próxima media veda.
Lolo Mialdea
Capítulo 107
Las Alcornocosas. 12-10-2001
Al menos a mí me ocurre que llega un momento en que me harto hasta de los mejores y más bonitos pasos.
Los amigos me dicen que estoy zumbao, que así lo único que consigo es cobrar menos reses y que el novato que ocupe el puesto que yo ya me sabía al dedillo no consiga sacarle todo el jugo, y así muchas cosas más, todas verdaderas. Pero qué le vamos a hacer. Uno tiene algo de autoexigente, de explorador de rincones en el microcosmos de una mancha. Soy inquieto y me gusta buscar nuevos retos. Un culillo de mal asiento, decimos por aquí.
La noche de antes estábamos confeccionando las listas de armadas, sentados a la inmensa mesa del salón de Las Alcornocosas, Horacio, su primo Antonio, Rafa Ruda y un servidor de ustedes, y aunque yo estaba algo restringido a la hora de elegir otro paso diferente al mío del pantanillo por ser postor de los 4 primeros pasos de la armada del Barranco de la Mula, no era menos cierto que al conocer todos los puestos de la finca, dentro de un orden, podía quedarse vacío cualquiera de traviesa que ya me pondría yo solito tras poner a los míos.
Fuimos designando los monteros que ocuparían los pasos de cierre, que en Alcornocosas no significa, para nada, que sean los peores, y a medida que se acercaba mí armada en el orden lógico de salida, más me ratificaba, para mis adentros, en la decisión de cambiar de aires. De momento permanecí calladito por no alterar la concentración que exigen estos momentos, sobre todo para el dueño, Horacio, y esperé a soltar la bomba a que llegara el turno de designar los monteros que yo tendría que colocar al día siguiente. Cuando el jefe iba a escribir mi nombre en la casilla correspondiente al Nº 4 le dije:
-Quieto parao, Horacio, deja ese para algún compromiso, que a mí me apetece cambiar de aires.
-Ya salió el Indiana Jones que llevas dentro. Pero no te puedes estar quietecito y no dar por culo. Bueno, pues como quieras, pero tienes que colocar a los tuyos y luego te vas a donde te dé la gana de los que todavía no están asignados. ¿Sera posible?, es que eres capaz de irte al córner, como el otro año, con tal de andar por ahí bureando. A ver, ¿dónde coño te quieres poner?, soltó Horacio con ese carácter fuerte tan suyo.
-Pues con el 8 o el 9 de La Mula me conformo. El caso es cambiar. Además así tengo a mi gente tan a la mano como si me quedare en el pantano, le contesté.
- Contra, pues para ese viaje no necesitábamos alforjas. ¿Te quedas en el 8? Es que el 9 se lo prometí a Joaquín Cabezas.
- Pues claro, y ahora vamos a seguir, que luego vienen las cábalas de última hora y nos van a dar las uvas, dije satisfecho.
-Mira el que habla, pero si has sido tú el cabrón que nos ha cortado el ritmo, dijo Antonio amagándome un capón, y todos rieron la ocurrencia con gran algarabía porque alrededor del sanedrín pululaban todos los chavales y alguna de nuestras señoras.
Lo que no había dicho a nadie excepto a Batito, que como siempre nos acompañaría a Manuel y a mí, era que lo que iba buscando era un agarre mejor para los cochinos, pues no tienen ajuste en el balcón del pantanillo. Le guiñé un ojo a Alvarito y retomé el bolígrafo rememorando las vistas que al día siguiente disfrutaríamos de La Solana de las Amoladeras y el horcajo que tendríamos a los mismos pies. Pero el hombre propone y Dios dispone, como ya veremos.
Luego, tras cenar opíparamente unos chuletones de buey de Ávila que nos habíamos agenciado y que rondarían el kilo por unidad, nos sentamos alrededor del fuego de la chimenea aunque no hacia frio dado lo temprana de la época, y allí pasamos uno de esos ratos inolvidables de tertulia entre buenos amigos. Rafael, el guarda, y Curro Valle, también antiguo guarda de la finca y que ahora paraba en El Pedrocheño, se nos unieron en torno a las copas de rigor.
¡Qué privilegio poder participar en este tipo de reuniones! ¡Y yo las venía viviendo similares desde que mi tío Andrés compró Las Mesas hacía la intemerata de años! A Dios doy gracias por haberme hecho tal regalo solo comparable al ambiente que se forma por la noche durante la temporada del pájaro.
La mañana siguiente amaneció luminosa y tibia, pero como el puesto estaba en umbría, les dije a los chavales que se abrigaran y que no echaran los catrecillos porque allí el terreno está muy inclinado.
Tras desayunar, repartir las tarjetas y dar las oportunas instrucciones - aquel día solo se podían tirar venados, o muy chicos o con palma, ¡Aleluya!, cochinos aparte - fueron saliendo las armadas a su debido orden.
Como la mía era de las primeras, monté en la pick-up todo lo necesario y me fui a poner mis 4 pasos y luego me salí al cruce de los carriles en el raso de Los Espejitos para entrar al pasar los coches de mi traviesa. Por descontado, todo esto ya estaba más que hablado con el postor, por lo que me puse el último de la fila y al llegar a mi numero aparté el coche lo mejor que pude.
Nos resubimos hasta donde pendía la tablilla, ni más ni menos, pues estaba perfectamente situada, y nos sentamos en el suelo lo mejor que pudimos. Yo extendí los zahones y los nenes se sentaron sobre los zurrones previamente vaciados y… a esperar acontecimientos.
Cuando comenzaron a moverse las camionetas de las rehalas, con la clásica algarabía de ladridos y riñas, empezaron a moverse las reses y a incrementarse los tiros que se oían por doquier desde el principio, y como 6 ojos ven muchísimo, mientras yo estaba pendiente del panderón de jaras que teníamos enfrente, va y salta Batito:
-¡El venao para abajo, allí!, y me lo señaló extendiendo el brazo.
En efecto, un venado se descolgaba por el extremo derecho de mi tiradero, y a primera vista no supe apreciar el tamaño de la cuerna por lo que, para no perder tiempo alguno apreciándolo con los prismáticos, puse el visor a 9 aumentos y lo metí en la retícula. Como se suele decir no era ni grande ni chico, sino todo lo contrario, y aunque tenía palma de 4 puntas no lo juzgue lo suficientemente grande para tirarlo y lo dejé viajar a su albur, pero, tras tapársenos debió doblar su viaje porque al momento sonó un tiro de mi vecino del 7.
-Seré tonto. Siempre me pasa lo mismo: O me paso o me quedo corto, exclamé frustrado.
Mientras yo me lamentaba mi hijo me da un codazo y dice:
-¡Papa, otro venao!
-¿Pero dónde, chiquillo?, le pregunté perentorio.
-Allí arriba del todo, y ahora si me lo señalo con el brazo.
Ni a echarme el rifle a la cara me dio tiempo porque se tapó de inmediato, y el caso es que por los pasos que llevaba debió cruzar el único clarete medio decente que teníamos frontero mientras yo tonteaba quejándome del otro bicho. Si lo veo a tiempo lo hubiera tirado a pesar de estar en Casa Dios, ya que era una autentica y genuina cabrilla. ¡Pues nada, a crecer, amigo mío, si no te matan antes!, le dije como si me pudiera oír.
A pesar de todo, los ánimos no decayeron ni un ápice, pues estaban por batir todas aquellas solanas y yo no perdía de vista mi objetivo inicial: Los marranos, pero para que nos dieran cara las rehalas aún faltaba un buen rato.
Donde sí se había montado la zapatiesta era por la umbría de La Mula, ya que como las jaurías soltaron arriba de La Longaniza, loma que teníamos a la espalda, enseguida dieron con las cervunas y a los pocos minutos ya había perros repartidos por todos lados, organizándose un zafarrancho de ladras que nos tuvo en vilo media montería. Muchas fueron las ciervas que nos cumplieron por detrás con el consiguiente sobresalto al no verlas hasta tenerlas encima y poder ser res de tiro cualquiera de aquellos arrollones. Tuve que abrir la botella de tinto y darle un par de largos buches para que mi corazón recuperara su ritmo normal, bueno, más o menos, porque no creo que en ningún momento bajara de las 90 pulsaciones.
A eso de las 13.30 ya sentí las voces de los perreros asomando por Las Amoladeras y me extrañé, no poco, de no haber visto perros adelantados. Aquello solo podía significar una cosa: ¡La solana de mis esperanzas estaba más tiesa que la varilla de un cohete!, cosa que se confirmó a ver ya las rehalas como rebaños de ovejas, pegados los perros a los zahones de los perreros por más que fueran excelentes recovas y los perreros animaran a sus canes a batir el monte en condiciones a base de las típicas voces de ánimo que se dan cuando tal se busca.
El caso es que, como con toda la razón los monteros jamás perdemos las esperanzas, y que todo lo que faltaba enfrente sobraba en los frescores de la umbría de atrás, nunca dejé de estar más que pendiente de cualquier bicho que se moviera. Quizás por eso…
-Niños, mirad, el venao bueno. Un poco por debajo del que vio Manuel. Está parado entre el monte, los puse sobre aviso.
-No lo veo, dijeron los dos al unisonó.
-A ver si se menea, que tiene que dar la cara porque viene vuelto de los perros. De todas maneras como lo claree lo más mínimo lo tiro, de modo que estad atentos a donde os digo.
Con las mismas me eché el checo a la cara y apunté a donde sabía que andaba el bicho y lo vi al momento, casi tapado por el jaral pero con la cabeza bien visible.
Esperé en vano a que se destapara aunque fuera un poco, mas todo lo que aprecié fue que el venado estaba con la mosca detrás de la oreja y en cualquier momento podía pegar el tornillazo y si te vi no me acuerdo, de modo que tomé la decisión de tirarlo tal y como estaba.
-Atentos, chavales, que lo voy a tirar, les advertí.
Me apontoqué con firmeza, apoyé los codos en las rodillas tal y como me gusta hacer, monté el pelo y le busqué el codillo entre las jaras. ¡Demonios, se me mueve la cruz como si fuera una veleta!, noté, y corriendo el riesgo de que se volviera me tomé el tiempo necesario para encender un cigarro, darle un par de caladas, respirar hondo y volver a tomar puntería. Aunque la cruceta no dejaba de moverse por tener los 9 aumentos calados al estar el venado a unos 200 m, puse el dedo en el gatillo y dejé que me sorprendiera el tiro: El efecto fue fulminante y el venado se desplomó sin mover siquiera el monte. ¡Dios mío, como mata el .270 cuando se tira largo! De cerca los cose, pero como estén lejos…
-¿Lo habéis visto caer?, pregunté.
-Yo no he visto nada, me respondió Batito.
-¿Y tú, Manuel?, le inquirí porque lo vi mirando muy fijo al pecho donde había tirado.
-No lo he visto. Pero si he visto una cosa muy rara, me dijo encogiéndose de hombros.
-¿Qué cosa rara?
-Pues como una nubecilla de polvo, pero lo raro es que no ha salido del suelo sino de las matas que hay por debajo de los arbolitos aquellos, contestó. El chavalín no reconocía a esa distancia la clase de árbol que estaba viendo.
-Pues ahí está el venado y lo que has visto es porque a veces, al entrarle la bala, le salta polvo y pelo, y si hace mucho frio incluso vapor, pero es raro que lo hayas visto en un cervuno y tan lejos. ¿Sabéis qué? En los cochinos es frecuentísimo, porque si se han revolcado en una baña se les seca el barro en las cerdas y el balazo forma a veces un auténtico polverío, les conté para que fueran aprendiendo cosillas. Os contaré una anécdota:
-Estábamos echando un manchón a conejos en Las Mesas hace muchos años, cuando de improviso levantaron los perros toda una piara de marranos que, algo raro, se desperdigaron. A mí me entró un navajerillo a cosa de veinte metros y a todo correr. Como es lógico no me dio tiempo a cambiar munición por balas, aunque siempre llevaba 5 en la canana, he hice algo que ahora no haría. Le pegué 3 tiros de perdigón del 6, y a cada castañazo le saltaban del escudo unas nubes de polvo increíbles. Por supuesto se fue tal y como llegó, pero, y por eso digo que ahora no lo tiraría, ¿Y si lo dejo tuerto? Recordad: ¡Con munición y a las reses solo si se les ve el blanco de los ojos!
-¿Cómo que el blanco de los ojos?, pregunto Álvaro que no entendió la expresión.
-Que las tengas tan cerca que hasta se lo veas, hombre. Vamos, a no más de diez pasos según mi experiencia. Más lejos es gana de desgraciar un bicho para nada.
A muchos les parecerá una chorrada, pero a mí me gusta mucho contarles batallitas a los chavales. ¿Qué manera hay mejor para que aprendan?
Pero volvamos a la montería que nos ocupa.
Por increíble que me pareciera no volvimos a ver ni una res más, solo ciervas, y eso que los perros volvieron a echar todo de segundas pues se monteaba al tope y volver, y cuando ya sentí las caracolas le dije a Batito:
-Te toca, hombretón. Toma la tablilla y a gatear, que yo te iré guiando desde aquí. Coge la bolsa amarilla de los bocatas y márcalo bien a la vista, aunque te tengas que separar un poco del venado.
A pesar de lo lejos, empinado y enmontado que estaba el bicho, se plantó en el lugar de autos en un santiamén - ¡Lo que es la edad! - y marcó más que convenientemente la res.
El venado resulto digno de estar aquí, en casa, y con eso está dicho casi todo. Curiosamente no tiene las dos palmas - solo 3 y 4 puntas por corona - pero tiene unos candiles tan largos, uno con dos puntas, y situados tan altos en la vara, que cualquiera que lo viera en el campo juraría y perjuraría que lucía dos hermosísimas coronas. Con todo, Horacio se emperró en que no cumplía la norma, pero yo le contesté:
-¡Tírate de la moto!
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