Manuel Mialdea Lozano
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domingo, 1 de abril de 2018

El reto: Mi último artículo en TROFEO (Noviembre 2017)






Queridos amigos y lectores de mi Blog:
Siguiendo mi antigua tónica, transcurrido algún tiempo de haber sido publicados alguno de mis artículos en prensa de papel, os dejo el texto integro de este que titulé "El Reto", porque así lo fue. Espero que os guste.
A la vez quiero recordaros que tenéis a vuestra disposición mi último libro - "Desde el 2 de Los Caserones" - con solo escribirme a lolomialdea@gmail.com y que solo me quedan un puñado del primero: "40 años monteando narrados en primera persona". Os los mandaré por correo certificado y dedicados. También advertiros que he empezado lentamente su distribución en librerías y armerías, aunque de momento solo esté en contados sitios de Madrid, Córdoba, Pozoblanco, Jerez y Guadalajara. Muy pronto iré extendiendo la red.
Sin mas os dejo el citado artículo:


                           El Reto






Desde hacía años le tenía echado el ojo.
En mi faceta de conversador con el libro del campo, le había leído sus querencias llegando incluso a oírlo levantarse de su encame, siempre sobre una hora antes del ocaso, siempre allá donde terminaba la raya vieja del Cerro de la Baña, por lo alto del peñón del Majalón. Donde hace silleta aquel laderón, teníamos hecho un puesto al perdigón que era muy bueno de tarde, y desde allí, como digo, lo sentí, que no lo vi, años atrás.
Una tarde de febrero andaba yo cazando ese puesto y lo oí gruñir, cloquear y comenzar a moverse con sigilo como bebiendo el aire. No sé, pero algo me inquietaba sin motivo aparente y alargué el puesto esperando acontecimientos. Esperaba que tomara para arriba, derecho a la baña que tenía a no más de trescientos pasos antes de emprender sus correrías nocturnas, quien sabe si en busca de la bellota tierna y melosa, o de alguna galana hembra con la que tener amoríos.
Pero que va, el muy cabrón se fue escurriendo a la izquierda, pico al viento, por la vieja vereda del Puerto del Alcornoque, despacio, como un viejo facineroso conocedor de su oficio.
Cuando dejé de oírlo, levanté el puesto tosiendo muy quedo a mi Gadafi, y me marché a la casa donde me esperaba una copita de montilla y una buena candela. Hacía frío, mucho frío, y por el camino rumiaba yo lo que tenía que hacer para jugársela a aquel catedrático que desde entonces consiguió obsesionarme.
A la mañana siguiente y tras consultarlo con la almohada, se volvió a imponer en mí la faceta de naturalista, y mientras me tomaba el café y un dedal de anís Machaquito seco, decidí tratar de acabar por saber a quién tenía por contendiente, aún no mi “enemigo”, apostándome en el único sitio desde el que dominaba el teórico viaje de aquel viejo cochino.
Aquella tarde no colgué. Esperé más tiempo del normal, y andando, piano, piano, armado solo con mis inseparables gemelos y una buena provisión de tabaco, me encaminé a la lastra de Puerto de los Machos, que quedaba pechienfrente de lo que creía sería el careo del bicho dado que el aire soplaba, como casi siempre, de poniente.
No hizo falta esperar mucho. Al poco sentí en la distancia de aquella tarde mansa, los primeros charabasqueos de lo que de inmediato supe, no sé porqué, que era mi marrano. Adiviné la vereda por la que debía aparecer y hacia allí dirigí los catalejos.
 Y apareció, vaya si apareció. Aquello no era un cochino, era pura mala leche; alto de agujas y escurrido de jamones, entrecano por la edad y no, no era otro oponente y noble marrano más al que echarle un pulso. Era un monstruo cosido a cicatrices de juventud en peleas por lo que fuere que se le pusiera por delante. ¿Y su cabeza? Su cabeza era enorme; jeticorto; armado con unos colmillos como pitones de un Miura… y un gesto siniestro desconocido para mí. Nunca un animal había despertado en mí otra cosa que admiración, pero aquel cochino no era un cochino, era la muerte… era, desde ese momento, mi enemigo. Había despertado en mí el instinto depredador y atávico que todos llevamos dentro y que solo aflora en situaciones límite. Casi diríase que era un reflejo asesino. Sentí miedo de mí mismo pero tomé decisiones.
Compuse el tiradero dejando la cazadora sobre la piedra para que perdiera el jusmo con el relente de la noche y me retiré despacito para que no me barruntara.
Aquella noche no me tomé una copita de vino. La cambié por un buen lingotazo de whisky de malta para templar gaitas, cené ligero y me fui a la cama pensando en los pasos que había que seguir al día siguiente para acabar con el que yo ya había tomado como un enemigo personal. Nada me había hecho y lo admiraba realmente, pero ya no era un ser vivo, era un reto, un reto muy íntimo.
Ya por la tarde, temprano por la impaciencia, y esta vez sí, con mi BRNO .270 win. al hombro, me aposté tumbado sobre la piedra seca, cargué y encendí un pitillo para comprobar que el aire no andara revocón y me dispuse a esperar. La distancia era larga, muy larga, pero la confianza en mí mismo me hizo creer que aquel bicharraco ya era albondigón.
Se repitió la secuencia del día anterior y fue una mirla la que me lo avisó. Lo dejé avanzar hasta casi perderlo de vista lo más cerca posible en el barranco, camino ya del perdedero, y cuando se terció monté el pelo, apunté casi a la cruz del marrano, y dejé que el tiro me sorprendiera como debe ser. Cayó seco y yo bajé la guardia confiado, pero para mí pasmo se incorporó y rompiendo monte como un tren ladera abajo, lo perdí de vista.
Pasaron unos segundos en que me quedé tonto y luego busqué excusas donde no la había. Lo cierto es que tiré largo y de arriba abajo, apuntando alto, a la crin de cerdas, y… todo quedó en eso: Un rasponazo, un calentón de agujas que lo derribó momentáneamente, solo momentáneamente.
A la mañana siguiente bajé al lugar del tiro, y en efecto, solo encontré pelo, pequeños fragmentos de carne y… el sitio. Entonces tomé lo que en aquel momento creí una decisión de total trascendencia, cuasi vital: Buscaría ayuda. Mi ego de montero viejo me decía que no, pero mi magín lo tenía claro y me propuse comentar el lance y sus antecedentes con los viejos del lugar, los que por años sabían más que yo.
Hablé con el Trementón, antiguo guarda de aquellos pagos y ahora jubilado, que me dejó claro que a aquel demonio había que respetarlo pero no tenerle miedo, porque si quería acabar con él, tendría que ser cara a cara y con paciencia. En pocas palabras: Tenía que pisarle su terreno y luego, sin dudarlo, volarle la tapa de los sesos.
En Córdoba busqué a Rafa, mi armero, el cual, tras decirle que tendría que tirar a cascaporro, convino conmigo en que debía cambiar de rifle y usar el 30.06, y me buscó una caja de balas de 220 grains, sin duda una buena medicina para aquel aparato.
Comenté el tema con los compañeros que, por aquí y acullá, fui encontrando - lo más granado - con los que me veía con harta frecuencia y cada uno fue dando su opinión de las que bebí lo que consideré oportuno.
Entonces, solo entonces, supe lo que tenía que hacer:
Echarle más paciencia que Job para que mi oponente olvidara y volviera a sus querencias; templar mis nervios porque solo tendría una oportunidad, un solo tiro; elegir bien el sitio para poder verle hasta el blanco de los ojos. ¡Conocerlo!; Repetir y repetir mis acechos desde la lejanía – no podía ensuciarle con mis rastros su campeo – para estar completamente seguro de su viaje; Recordar los buenos consejos y repetirme hasta la saciedad que solo lo que se apunta se mata. Precisamente en tiros cercanos tendemos a asomarnos; y por último, echarle huevos al asunto porque tendría que ponerme en su vereda y en mitad del monte, y mi pellejo ya tenía recuerdos de malos encuentros con estos bichitos. Luego… “Vista, suerte y al toro”.
Lo demás no tiene historia. Hice las cosas como debía, y una buena tarde de no importa qué mes, nos miramos cara a cara: Él sorprendido de que alguien le estuviera pisando su terreno. Yo no lo dudé: Le di boleto al cielo de los cochinos valientes con una mezcla de admiración y placer, por una vez en mi vida, diría que con inquina.
Desde entonces he tenido otros encuentros “muy cercanos” y en Trofeo están contados, pero Dios me libre de encontrarme nunca jamás con adversario tan a su altura.

                                                                  Lolo Mialdea Lozano
        En Córdoba, a 1-9-2017




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